al chocarse con los orfebres de la ventisca.
No había más remedio que alquilar suposiciones de rodillas,
sumisos ante la tarea de reparar el techo entre los nubarrones de una voz
de harpía seca.
Caigamos somnolientos en los escudos de una muchacha mal vestida,
secos de sangre y de bilis corroída,
almacenando estuarios de bares desiertos a altas horas de la madrugada
con la belleza incauta que tienen los perdedores cuando ilusionan un cambio de suerte.
Una moneda depositada en lo profundo de un chaleco gris perla....
El gasoil aún no llego a implosionar entre sus dedos...
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