La noche era muy extraña, subía y
bajaba por los péndulos de las estrellas y se roía en silencio
sobre nuestros ojos. Balbuceando sin sabores ingresamos a una cabaña
destruida repleta de pasadizos incondicionales que despuntaban las
lágrimas de los arcángeles. Casi sin saber estábamos de vuelta en
la calle. Amanecía. Ella tenía un cigarrillo de marihuana entre sus
dedos. Sencilla, despeinada, fugaz. Entrelazo mi mano con la suya y
me beso sonriendo.
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